Entrevista a Curtis White, autor de Vivir en un mundo sin remedio
«Hay que resistir con la honestidad radical que mostraron Buda y Marx».
Una entrevista de David Barba
Adorado por Žižek, Paul Auster y David Foster Wallace, odiado por la derecha e incluso por la izquierda liberal americana, el filósofo Curtis White es un crítico cultural y social cuyas obras se han convertido en una cita ineludible con la libertad intelectual y el escepticismo cultural. Su último libro, Vivir en un mundo sin remedio (Ediciones La Llave), es un llamamiento a la desobediencia civil como forma de vida: una propuesta de transformación para un mundo mejor, lleno de juego, afecto y conexión humana. Para ello, White defiende un regreso a la contracultura, entendida no como un destino utópico, sino como un proceso de transformación de la conciencia y de resistencia contra la tiranía.
Paul Auster dijo que Curtis White es «una banda de un solo hombre». Díganos, ¿quién es usted?
Alguien dijo una vez que Shakespeare «no era una persona, sino una pequeña multitud». Yo no soy Shakespeare, pero como escritor tengo la capacidad de crear voces, especialmente en mis novelas. Lo que no es tan evidente es el hecho de que también hay una voz detrás de mis ensayos. No pretendo ser la voz objetiva y distante de la razón universal, y menos aún la voz de un periodista. Creo que en mi crítica social empleo lo que William Blake llamó la voz de la «honesta indignación»: según Blake, esa es la «voz de Dios», que en mi caso sería la de un dios aficionado a la risa.
Le gusta mucho pelear, tiene fama de ser un crítico implacable…
Hemos llegado a un extraño momento en el que intentar evidenciar alguna verdad se interpreta como una muestra de ira. Por ejemplo, en un ensayo para el libro Vivir en un mundo sin remedio, escribí que no existe la «libertad americana»: no es más que un mito piadoso desmentido por todo hecho histórico y empírico. Pero en un país tan escasamente iluminado como los Estados Unidos, decir algo así es utilizar «palabras de guerra». Así que debe ser cierto que soy un tipo enfadado. Aquí, incluso los críticos tienen que emplear fórmulas como «amo a mi país» para no parecer sospechosos. A lo que yo respondo: «¿Cómo voy a amar algo que no existe más que como un montón de tópicos cariñosos?». La inocencia americana, la grandeza, el excepcionalismo americano, etc. Es como si en mi país fuera descortés preguntar: ¿Qué pasa con el genocidio contra los indios? ¿Y con la esclavitud? Estos son los dos orígenes de América: la tierra robada y la mano de obra esclava. Pero decir cosas así puede tener consecuencias sangrientas, como demuestra el reciente ataque al Congreso de una turba de «patriotas armados» que «protegen la libertad de América».
Usted se muestra crítico incluso con las voces más progresistas de Estados Unidos.
Aquí, incluso las voces más progresistas de los medios de comunicación nunca son lo suficientemente honestas; me refiero a gente como los economistas Paul Krugman y Joseph Stiglitz. Quieren criticar los excesos del capitalismo, pero lo critican desde los confines del imaginario capitalista: jamás pondrán en duda el capitalismo en sí. Por otro lado, alguien como Noam Chomsky no tiene cabida en los medios de comunicación corporativos, lo que parece estar bien para él porque puede que no tenga la audiencia de Stiglitz o su dinero, pero tiene el placer moral de la honestidad: la honestidad indignada, nada menos.
Una vez me entrevistaron en el programa de Ron Reagan (el hijo del difunto presidente del mismo nombre). Al final del programa recibimos una llamada en directo de una persona que estaba furiosa por las cosas que yo decía sobre el capitalismo. Le contesté: «A mí me parecería estupendo que el capitalismo fuese el mejor sistema económico posible. Pero primero tendrá que explicar por qué necesita de la pobreza y de la destrucción de la naturaleza para existir. Mi problema con el capitalismo es que es deshonesto».
Realmente, ¿el mundo no tiene remedio? Si es así, ¿qué sentido tiene seguir viviendo?
¿O escribiendo libros? Es una pregunta muy interesante, sobre todo para una editorial de literatura budista como Ediciones La Llave. Por un lado, el budismo sabe desde hace milenios que las sociedades humanas están en cierto modo condenadas, como se ve en la Rueda de la Vida tibetana. Las cinco sextas partes de esa Rueda están habitadas por seres destructivos: dioses, semidioses, fantasmas hambrientos, seres infernales, animales (animales humanos, claro). Miro la Rueda de la Vida y veo que esta antigua representación del mundo humano se ajusta a nuestro tiempo como un guante. La Rueda de la Vida describe «lo que es», y «lo que es» tiene toda la pinta de que va a acelerar hasta la perdición. Las condiciones de la Rueda no tienen remedio, pero podemos hacernos conscientes de ellas.
¿Cuál es la principal amenaza a la que debemos enfrentarnos? Tal vez el cambio climático no sea más que una consecuencia de algo peor…
Cuando le preguntaron a Buda: «¿Qué dirías que contamina el mundo y lo amenaza más?», respondió: «El hambre de comerse el mundo». El capitalismo se está comiendo el planeta. ¿Y cuál debería ser nuestra reacción? ¿Tomar asiento en la fiesta capitalista y disfrutar como si estuviéramos en 1999, parafraseando la canción de Prince? Mi sensación es que, cuando se llega a entender que el mundo sufre, y entendemos las causas de este sufrimiento, la respuesta propiamente humana debería ser llamar al sufrimiento por su nombre, sin importar lo desagradable que otros encuentren nuestra descripción, sin importar si piensan que estamos buscando pelea. Deberíamos negarnos a ser cómplices de ese sufrimiento y colaborar en la creación de un mundo que refleje nuestra verdadera naturaleza. Así, dejaríamos de comportarnos como fantasmas hambrientos que esperan a que Amazon les traiga el próximo paquete. Esto, me parece, es el núcleo ético de la contracultura.
Parece muy cómodo y relajado ante la entropía del mundo. ¿Cómo lleva el Apocalipsis?
Experimento desesperación, ansiedad y dolor, como todos los que comparten este matadero que es el mundo. Me resisto como sé a participar del matadero, pero acepto que las cosas son así y que llevan milenios funcionando igual. De modo que trato de resistir mediante una honestidad radical: hay que resistir con la honestidad radical que mostraron Buda y Marx. Y trato de vivir de una manera que no haga daño. Desgraciadamente, haga lo que haga, la rueda kármica sigue girando. Pero debemos vivir en nuestra verdad, así esté o no esté condenado el mundo.
Se tiende a creer que la contracultura es un producto plastificado de los años 60. ¿Qué opina usted?
La contracultura de los años 60 tenía todo tipo de defectos y fue cooptada con demasiada facilidad por los medios de comunicación. Se convirtió en un estilo, en una moda, y fue caracterizada con éxito por los ideólogos corporativos como autoindulgente, buscadora de placer, hedonista, inspirada en las drogas, etc. La mejor manera de pensar en los años 60 es imaginar que tenían una idea. Esta idea era que el capitalismo, el imperialismo, el militarismo y el consumismo eran una amenaza para el bienestar de todos los seres vivos y que debíamos vivir de forma diferente. El budismo occidental fue uno de los principales beneficiarios de esa idea porque ofrecía una forma diferente de vivir basada en no hacer daño. El budismo occidental no murió con la contracultura porque los compromisos más profundos de la contracultura siguen con nosotros. ¡La contracultura vive! Muchas de las preocupaciones más importantes de los años 60 siguen muy presentes: la producción de alimentos orgánicos, el antiimperialismo, el antimilitarismo, la oposición al racismo, el sexismo y la homofobia… Si no fuera por la contracultura, no estaríamos teniendo esta conversación ahora.
Usted no cree en los populismos, pero tampoco en los reformismos políticos o económicos. ¿Están agotados?
La triste verdad sobre la mayoría de las formas de reformismo progresista es que, en su mayor parte, son una estafa. Recientemente escribí un ensayo para Lapham’s Quarterly sobre el movimiento del Capitalismo Inclusivo -un proyecto liderado por Christine Lagarde, expresidenta del FMI que intenta utilizar el capitalismo para salvar al capitalismo de sí mismo. En mi libro, me fijo en particular en el trabajo del fundador del Foro de Davos, Klaus Schwab, y en su idea del capitalismo de los accionistas, en contraposición al capitalismo de las acciones. La mayoría de los reformistas progresistas, incluido el economista Thomas Piketty, trabajan desde dentro del imaginario capitalista. Es decir, espero que el presidente Biden y Bernie Sanders consigan mejoras importantes y duraderas en la vida de los estadounidenses y del mundo, especialmente en lo que respecta a la desigualdad de ingresos, pero lo que piden es que confiemos en que nuestros problemas pueden resolverse desde dentro del capitalismo. «¡Déjennos a nosotros!», proclaman los expertos como Lagarde. No esperemos, sin embargo, que nos dejen un mundo habitable, porque es muy probable que cualquier mundo que produzcan siga teniendo el sabor amargo del dinero.
Entonces, ¿cómo podemos afrontar la catástrofe en curso?
En la actualidad no hay energía revolucionaria socialista en Estados Unidos, y por mi parte, sería escéptico si la hubiera, así que nos quedamos con la idea de que podemos y debemos vivir más localmente, en comunidades reales, con generosidad, y ya lo estamos haciendo de muchas maneras que no se conocen. La única manera de prepararse para lo que se avecina es enriquecer las capacidades de las comunidades locales. Esa es la verdad. Necesitamos preparación vecinal para el próximo colapso de los sistemas monetarios y de propiedad, así como para el probable colapso del medio ambiente. Y ese colapso ya ha comenzado. Según la Organización Mundial de la Salud, actualmente hay mil millones de migrantes/refugiados en el mundo. Uno de cada siete seres humanos no tiene hogar. Y esto es solo el principio.
¿Qué es para usted la resistencia cultural y hasta qué punto es útil para luchar contra el caos y la barbarie del mundo?
El arte y la cultura fueron fundamentales para la contracultura de los años 60, y lo han sido para todas las grandes revoluciones sociales desde los románticos. El filósofo Paul Ricoeur hizo una sencilla distinción entre el arte ideológico y el arte utópico. El arte ideológico afirma el orden imperante de las cosas. La Iglesia y la nobleza exigían a los artistas lealtad a sus valores hasta que los románticos escaparon de ella: después del romanticismo el arte fue corrosivo con esos valores. El capitalismo tiene una forma diferente de lograr el mismo propósito que la Iglesia: la obediencia. En lugar de presentar una amenaza directa a los artistas, la estrategia del capitalismo es neutralizar la función utópica del arte proporcionando su propio arte mercantilizado: música de los 40 Principales, películas de Hollywood, etc. Convierte al enemigo en un plan de beneficios. Al final, el arte ideológico es solo ideología sin arte, mientras que el arte utópico es arte total. Para Ricoeur, el arte es subversivo o no es arte. La historia del arte es la historia de la subversión formal y, a veces, literal.
La subversión es un territorio de los desposeídos. Pero, como Beckett, usted defiende que hay que «fracasar mejor». ¿Qué significa eso?
La contracultura de los años 60 tenía una idea principal: el mundo está siendo destruido por el capitalismo y no debemos participar en esa destrucción. Su intento de hacer realidad esa idea solo tuvo un éxito parcial. Como movimiento social amplio, la contracultura está ahora dividida. Tenemos una política radical, pero está fragmentada por la «política de la identidad». El feminismo lucha por los derechos de las mujeres. Black Lives Matter lucha por los derechos de los afroamericanos. Los pequeños agricultores orgánicos luchan contra la agricultura industrial, pero tienen que hacerlo dentro de los mercados capitalistas. Y la lucha de clases se pierde de vista, al igual que el antiimperialismo y el antimilitarismo. Para nosotros, como individuos, tienen sentido que todas estas luchas se unifiquen, pero falta una unidad social global que coordine estos esfuerzos. La hubo en la década de los 60, así que tenemos que volver a intentar conseguir esa unidad de propósito y ese sentimiento de ideales compartidos. Y, si volvemos a fracasar, bueno… solo podemos esperar que fracasemos mejor que la última vez. Y que lleguemos un poco más cerca del mundo que anhelamos.